Willkommen auf den Seiten des Auswärtigen Amts

Karl Lagerfeld - mito y hombre

Could Hudson Kroenig Be In Line To Inherit A Bulk Of Karl Lagerfeld's Fortune

Could Hudson Kroenig Be In Line To Inherit A Bulk Of Karl Lagerfeld's Fortune, © abaca

21.02.2019 - Artículo

Karl Lagerfeld (Hamburgo, 1933) falleció a los 85 años. Aunque quizá en su mente, y hasta el último minuto, tenía 83 u 82 años, incluso menos, tal vez ochenta. Da igual. El modisto -aunque ya veremos que fue bastante más que eso- de origen alemán supo siempre que mintiendo no se esquiva a la muerte pero sí se alimenta al mito, lo único capaz de pervivir a la temida finitud. Por eso pregonó en alguna ocasión que su madre era Elisabeth de Alemania y su padre Otto Ludwig Lagerfeldt de Suecia, siendo que, aunque la familia poseía una posición económica acomodada, de noble o de sueca no tenía ni la sombra, y también se dedicó a dar versiones diferentes sobre la adopción de las gafas oscuras como una especie de extensión de su cuerpo. A Arnaud Maillard, quien fuera su asistente personal por años, le comentó que le servían para dormir sin ser descubierto en las reuniones de trabajo o cuando se hallaba en medio de una conversación aburrida, mientras que a algún periodista le aseguró que gracias a ellas escondía “una mirada de perrito bueno” que evitaba dejar “a la vista del populacho”. A un reportero del Zeit Magazin Mann, en cambio, le aseguró que había comenzado a usar los lentes de sol luego de que el uso de gafas evitara que fuera herido en un ojo cierta vez que se halló en medio de una trifulca y un hombre lo golpeara por accidente a la altura del rostro. Afirmó asimismo haberse quitado la letra “te” del original Lagerfeldt, por juzgar que así sonaba más “comercial”, sin que sea del todo claro si el apellido en verdad se escribía así y también que si adelgazó más de cuarenta kilos a principios del milenio -proeza que capitalizó con el libro superventas The Karl Lagerfeld Diet- fue sólo para poder enfundarse uno de los ceñidos trajes Dior Homme diseñados por Hedi Slimane.

Pero la cosa no quedó en ofrecer versiones diversas de su propia historia. Listo como un zorro, aprendió de Andy Warhol -a quien, por cierto, le prestó en 1973  un departamento en París para que filmara una película- que detrás de lo frívolo siempre existe algo sumamente profundo y que no hay una base más inalterable y sólida que la proporcionada por la vanidad. El pelo empolvado y amarrado en coleta, los trajes oscuros con cuellos imponentes, los guantes sin dedos y las infalibles gafas oscuras lo transformaron al tiempo en un ser icónico, pop, en un producto de alcance masivo. Uno sabía quién era Karl Lagerfeld incluso sin quererlo. Su imagen se hizo tan inconfundible como el peinado de los Beatles, la barriga de Homero Simpson o los movimientos de cadera de Elvis Presley. Pero una estampa tan reconocible no bastaba, al menos no para él. Si quería llevar el mito al siguiente nivel había que agregar además frases lapidarias al conjunto -recordemos: “no tengo idea de lo que la palabra normal signifique”-  o, en su defecto, declaraciones engendradas del chismorreo ácido y ofensivo -ese que Truman Capote practicaba con devoción- y éstas se cuentan por decenas en el pintoresco historial lagerfeldiano. De la cantante británica Adele dijo: “es un poco demasiado gorda, pero tiene una cara bonita y una voz divina” y con respecto a las sonadas acusaciones de acoso sexual en su ambiente de trabajo, en específico las dirigidas contra el estilista Karl Templer, de quien se dijo que quitaba la ropa interior a sus modelos sin que ellas lo consintieran, declaró a la revista francesa Número: “si no quieres que te bajen los pantalones, no seas modelo. Métete en un convento de monjas, que siempre habrá sitio para ti”. Ello por no dejar de mencionar los alegatos contra la política migratoria de Angela Merkel, mismas que incluyeron desafortunadas referencias al Holocausto, y las innumerables confrontaciones que mantuvo con organizaciones por los derechos de los animales, como PETA, dada su negativa a abandonar el uso de pieles en la producción de Haute couture.

Enemigo acérrimo de la corrección política -así como del uso de los pants, las chanclas y el exceso de tatuajes- Lagerfeld al menos nunca cayó en la tentación de ceder al sentimentalismo, lo que le permitía recibir críticas con la misma practicidad con la que lanzaba dardos envenenados. Entendió que la moda, al igual que la vida, era un juego “que debía jugarse con seriedad”, cierto, pero sin nunca perder de vista su parte lúdica. De otra manera no se entiende el que su gatita siamesa Choupette posea cuentas de Instagram y Twitter -misma que, gracias a su estatus de mascota influencer, le reportan ganancias anuales por tres millones de euros- o que se haya comprado trescientos iPods de golpe aludiendo lo mucho que le gustaba el aparatejo. Hechos similares en todo caso revelan al personaje Karl Lagerfeld, “el káiser de la moda”, no tanto al otro, a Karl Otto Lagerfeld, el hombre, aquel que desde que entró al mundo del diseño textil sin haber cumplido la mayoría de edad trabajó con disciplina luterana hasta el día de su muerte. Ese individuo visionario e incansable que haremos un intento por describir a continuación.

El costurero incansable

“Soy un puritano de corazón, es mi naturaleza”, declaró hace unos cuantos años Lagerfeld al canal televisivo Deutsche Welle, “nunca tomé alcohol, ni fumé, ni tomé drogas, y siempre he sabido que esa decisión se debe en gran parte a mi instinto de conservación”. Basta con amarrar ciertos cabos para saber que lo dicho por el hamburgués es absolutamente creíble y razonable. Todos aquellos que lo conocieron coinciden en que una de sus muchas frases contundentes, aquella en la que afirmó que era “una ninfómana de la moda que nunca tiene un orgasmo”, resume de manera fehaciente la relación que tenía con el trabajo. En pocas palabras Lagerfeld era un adicto a su profesión, alguien que podía estar absorto por horas y horas en un pedazo de tela, en un manojo de bocetos para un abrigo o en la maqueta del sitio en el que haría el próxima pasarela. Enemigo del reloj y de las reuniones -prefería que quien tuviese alguna duda fuese directamente a exponérsela a su estudio- se hizo de múltiples fórmulas no sólo para confeccionar un promedio de quince colecciones al año, sino para además diseñar la escenografía de los desfiles, realizar la fotografía de campañas publicitarias y editar libros con su sello 7L, o en asociación con Steidl, la prestigiada casa editorial alemana.

Por si fuera poco, el individuo que alguna vez se refirió a sí mismo como “Logo-feld”, se dio el lujo de dirigir cortometrajes -al menos tres de ellos dedicados a ponderar la figura de Gabrielle “Coco” Chanel, con Geraldine Chaplin y Keira Knightley en el rol de la famosa diseñadora francesa- y también atendió a varias de las incontables exposiciones que, sobre todo en la última década, se hicieron en honor a su obra, ya como fotógrafo, ya como gurú de la moda. Motor humano incombustible, Lagerfeld diseñó asimismo el vestuario de más de una decena de películas -entre ellas el de la danesa La fiesta de Babette, que ganó el Oscar por Mejor Cinta Extranjera en 1988-, ilustró libros para niños -El traje nuevo del emperador- y hasta signó un par de caricaturas políticas, entre ellas la que hizo del productor Harvey Weinstein con cara de cerdo para la FAZ (Frankfurter Allgemeine Zeitung).

Y eso que hasta este momento no hemos mencionado el papel cuasi mágico que ejerció en la Maison Chanel cuando prácticamente todo el mundo, incluyendo los dueños de la marca, la daban por perdida. Suena extraño pero Lagerfeld contaba ya con 49 años cuando, en 1982, los hermanos Alain y Gérard Wertheimer le concedieron el mando de la firma, la cual apenas y sobrevivía gracias a la venta de perfumes y de una colección de prendas más bien discreta. En la actualidad, y gracias a la mano prodigiosa de Lagerfeld, quien mantuvo las riendas hasta su muerte, Chanel cuenta con veinte mil empleados repartidos en varias boutiques en todo el mundo y factura más de ocho mil millones de euros al año con un crecimiento del diez por ciento. Expertos en la materia aseguran que si se pusiera a la venta hoy día, tendría un costo mínimo de cuarenta mil millones de dólares.

Quizá, y como dijo el modisto en alguna entrevista, el dinero puede ser “algo que arrojas por la ventana y luego se te regresa por la puerta”, pero ciertamente es más sencillo verlo así si, al igual que él, se ganan millones de dólares por colección -empezó cobrando un millón cuando cerró el acuerdo en Chanel- y en el garaje, entre otros autos, se tienen estacionados un Maybach Landaulet o un Rolls-Royce Phantom Drolphead Coupé, cada uno con un precio estimado de un millón trescientos cincuenta mil dólares. En todo caso, el fervor que el alemán manifestó hacia su oficio hasta el último día ciertamente es digno de elogios. Bien pudo haber abandonado toda actividad laboral hace mucho y dedicarse a repasar alguno de los trescientos mil libros que ocupan su biblioteca -repartidos en las cuatro lenguas que hablaba con soltura: alemán, inglés, francés e italiano- y hacerle el mayor número de muescas posibles a su fortuna personal, valuada en unos cuatrocientos millones de euros. Pero el señor decidió no bajarse del caballo, continuar con la rutina de locos aunque los huesos ya exigían más sofá y menos pasarelas y así continuó hasta el final. En más de una ocasión pidió no recibir mensajes multitudinarios tras su partida, pero nada pudo evitar que el aire gélido que heredan las ausencias se colara en el desfile que la casa Fendi -Lagerfeld trabajó para ella como director creativo por más de cinco décadas- ofreció unos días después de su fallecimiento. Irónicamente, ese hombre que rehuía a los recuerdos, que se veía incapaz de comprender a la gente que miraba hacia el pasado -“me gusta el presente, Paradise now”, decía orgulloso- se ha convertido ya, a su pesar, en pretexto de nostalgia.

Un salto hacia atrás

Sería injusto sacudir de más la mitología que existe alrededor de Karl Lagerfeld. A él le hubiese gustado que nada alrededor suyo se explicase con demasiada claridad, ni siquiera su propia biografía. Rey de la simulación, era consciente de que nada se hace al tiempo más visible que lo oculto. Que la curiosidad es el elemento más eficaz a la hora de estimular el consumo. Que el talento existe, pero sin disciplina que lo potencie se convierte en materia inservible. Todas esas premisas colaboraron, con el paso de los años, en el forjamiento de su leyenda, una leyenda en la que sin duda la presencia de su madre fue un elemento constante, pues fue la primera persona en percatarse de su enorme potencial. Dura como un pedazo de acero, criticaba continuamente su aspecto físico y sus debilidades, pero a la vez fomentó en él un profundo amor por el arte, así como la necesidad de emigrar de Hamburgo en cuanto hubiera ocasión. Ello ocurriría cuando Lagerfeld era apenas un adolescente y ella, fiel al sentido práctico que la caracterizaba -y que, entre otras cosas, la movió a aceptar la homosexualidad de su hijo sin el menor atisbo de escándalo- contempló su partida a París con más gozo que remordimiento. “Aquí no tienes nada que hacer”, le dijo al despedirlo, probablemente agobiada por el lúgubre clima de posguerra que imperaba en el país, “Alemania es un país muerto”.

Hoy, setenta años después de esos acontecimientos, queda claro que Karl Lagerfeld tomó la decisión correcta. La imaginación y creatividad con la que transformó lo desesperantemente efímero -la belleza, la juventud- en un goce para los sentidos, terminaría por asegurarle un pedazo de eternidad.

 

Carlos Jesús González (en Twitter @CjChuy), en exclusiva para CAI, 2019.


Carlos Jesús González. Periodista y escritor mexicano. Vive en Berlín desde 2006, donde labora como corresponsal de CAI y como colaborador free-lance de diferentes medios mexicanos y alemanes. Tiene un especial interés por los temas culturales y políticos. Es amante absoluto del cine, la literatura y la agitada vida berlinesa.

Inicio de página