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Daniel Brühl

Kino / Theater / Hörsaal

Kino / Theater / Hörsaal, © (c) Colourbox

11.09.2018 - Artículo


Resulta entretenido preguntarse cuándo es que Daniel Brühl (Barcelona, 1978) se convirtió en un verdadero actor de carácter. Con ciertas figuras del entretenimiento sucede a veces como con las plantas que decoran la sala o aquellas manchas de humedad instaladas en los muros del baño: transcurren los días, semanas y meses y siempre parecen los mismos pero, cuando por fin se los observa con atención, se nota que han crecido sin prácticamente dar cuenta de ello. El tiempo, ya se sabe, es traicionero, y cuando se conjuga con otros elementos como la rutina el engaño puede ascender a niveles irracionales. De repente un semestre sabe a un lustro y nos invade la sensación de que apenas fue ayer que abandonamos las aulas universitarias o nos emocionamos con las secuencias de acción de la película Matrix.

Königlich Tafeln ! Europäisches Picknick in Sansso
Königlich Tafeln ! Europäisches Picknick in Sansso© Tagesspiegel

En el caso específico de Brühl, esta sensación de temporalidad alargada o puesta en pausa no sólo responde a que ha ejercido una presencia continua, casi acostumbrada, en las salas de cine desde hace quince años -multiplicada por cierto por sus sobresalientes aptitudes idiomáticas: si no está en una producción hollywoodense aparece en una española o una alemana- sino también al contundente éxito mundial que obtuvo Good-bye Lenin! (2003), de la cual fungió como indiscutible protagonista. No se trató del primer largometraje del actor, cierto, pero este divertido -y a la vez dramático- relato de un país que continuaba, tras la caída del Muro, en un proceso de conciliación entre las partes divididas, fue un inmejorable testimonio de la Alemania del nuevo milenio y el rostro de Brühl sirvió para adornarlo. Por si fuera poco, la película de Wolfgang Becker reafirmaba aquello que de alguna manera Corre, Lola, corre, otro triunfo mundial en crítica y taquilla, había anunciado unos años antes: la época de gloria experimentada por la generación de Werner Herzog, Rainer Werner Fassbinder o Volker Schlöndorff, con todo y sus estilos visuales y obsesiones temáticas, había llegado a su fin. Surgía una nueva camada de directores germanos que se identificaba más con su presente y las posibilidades infinitas del devenir que en dar continuidad a un cine solemne y, a ratos, cargado de un aura francamente pesimista.

Las virtudes de este filme fueron tales que incluso a la fecha, a tres lustros de su estreno, hay gente que refiere a Brühl como “el que sale en Good-bye Lenin!”. Propios y extraños coinciden en que el tipo al que encarnó en la película, un tal Alex Werner, exuda un encanto fuera de serie, inolvidable. Su potencia es tan grande que al final nuestra mente cayó en un juego de lo más extraño: hemos creído que el actor, como si fuera una suerte de Peter Pan -o como el propio Alex Werner, claro- no ha envejecido desde aquel entonces. Esta relación tan íntima y a la vez inusual de actor-personaje es una bendición,  pero sin duda también puede convertirse en lastre. Apenas hace cuatro años, en una cápsula de video producida por la agencia DPA (Deutsche Presse-Agentur) Brühl aseguraba que la gente todavía se le acercaba en la calle con la certeza de que él era tan amable y compasivo como Werner. “Y no”, aseguraba, “la verdad es que en la vida real puedo enfadarme y perder la compostura… no soy tan simpático”.

La mejor oportunidad dar un giro de timó a su registro actoral vendría en 2009, cuando Quentin Tarantino le ofreció un papel en su celebrada Inglorious Basterds. Sinceramente la oferta no pudo haberle llegado en un mejor momento, pues previo a enfundarse en un uniforme nazi e interpretar a la supuesta estrella de cine favorita de Adolf Hitler -y encima protégé de Goebbels- con un rol de destilaba ante todo patetismo y ridiculez, Brühl había interpretado en su mayor parte a personajes que no contravenían demasiado a la imagen de bonachón con la que la gente lo identificaba. Ejemplo de ello lo ofrecen películas como Die fetten Jahre sind vorbei (conocida en castellano como “Los Edukadores”) o la producción francesa Joyeux Noël (Feliz Navidad), ambas de 2004. Ello, claro, cuando no conseguía algún papel secundario en filmes estadounidenses de gran presupuesto, como lo serían Bourne el Ultimátum (2007) o In Transit, (2008), mismos le permitirían compartir escena con actores de la talla de Matt Damon o John Malkovich.

En todo caso, y volviendo a la pregunta con la que inicia este artículo, la cinta con la que Daniel Brühl mostró su gran capacidad histriónica no fue, contra lo que pudiera pensarse, Inglorious Basterds, ni tampoco se trató de un largometraje alemán. Previo a anunciar el título del filme en cuestión vale la pena recordar que la madre de Brühl, al igual que él, nació en Barcelona, y si bien la familia se mudó a Colonia cuando él era muy pequeño, el vínculo que mantuvo y mantiene con su ciudad natal es sumamente estrecha. De otra manera no podría entenderse las razones por las que el director barcelonés Manuel Huerga le ofreció la oportunidad de darle vida a un personaje tan importante en la historia de Cataluña y de España entera: Salvador Puig Antich, el último preso en ser sentenciado a muerte por la dictadura española.

Es entonces en Salvador (Puig Antich) -en alemán: Salvador - Kampf um die Freiheit-, de 2006, donde puede encontrarse papel definitorio de la carrera de Daniel Brühl. Quizá la película no captaría grandes ganancias en taquilla y apenas sumaría algunos premios dentro de Cataluña -por no dejar de mencionar su nominación al Goya como Mejor Actor-, pero es es lo de menos. Lo importante es que en ella -y uno como espectador es capaz de atestiguarlo- el alma de Puig tocó a Brühl. Y viceversa. Se dice que incluso las hermanas del condenado a muerte se estremecían cuando veían al actor tan decidido a absorber la personalidad de alguien a quien ellas no habían visto en más de treinta años pero de quien recordaban todo. Brühl hizo lo que tenía a su alcance para lograrlo: aprendió catalán, recorrió Barcelona noche y día, preguntó por aquí y por allá qué gestos hacía Puig, cuál era su comida favorita, qué miedos lo arrancaban del sueño cuando era niño. Una parte vital del filme, acaso la más difícil sería, por supuesto, aquella en la que Puig está por recibir la muerte por garrote vil, lo que ocurriría en marzo de 1974. Acerca de la manera en que se alistó para esta escena, Brühl comentó en una entrevista: “fue difícil porque como actor tienes que permitirte el pasar ciertas fronteras y hacerte la idea de morir. Recuerdo que en ese momento me hallaba en estado de trance. Me dediqué sólo a beber café y luego escuché música de Bach, que por cierto le gustaba mucho a Salvador, y después me puse a caminar de un lado a otro, como tigre en una jaula, intentando de imaginar lo que sentiría si fuera a morir dentro de cinco minutos”.

Es así, pues, como surge un actor de carácter.

La madurez

Vale la pena observar alguna de las cintas anteriores de Brühl, digamos la lograda comedia Ein Freund von mir, de 2006, y contrastar su labor allí con la que actualmente desempeña en The Alienist, serie que se ha ganado el aplauso tanto del público como de la crítica. El afán no es, de ninguna manera, demeritar la calidad del trabajo que el barcelonés-alemán efectuaba en la primera década del siglo. Éste es más que plausible y su carisma era tan destacable en ese entonces como lo es ahora. Es sólo que en los últimos años su talento ha reventado como un piano que cae desde la altura y golpea al suelo. Es así de grande y, sobre todo, dotado con idéntica capacidad de causar desconcierto.

Enfundado en el rol de un psicólogo de finales de siglo XIX -en esa época en Estados Unidos los llamaban “alienistas”- Brühl se muestra como quizá nunca lo había hecho antes. Se nota más maduro, pero también más convencido de su talento. El principal propósito de su personaje es atrapar a un asesino demente a como dé lugar, tarea que por supuesto es loable, sin embargo el personaje que el actor construye está muy lejos de poder ser considerado un Sherlock Holmes que derrocha cordialidad y elegancia. Por el contrario: Laszlo Kreizler es un individuo que, a pesar de su gran inteligencia, puede ser ambicioso, manipulador y despreciable. Impedido físicamente -está paralizado de un brazo- carga con una inseguridad que destila maltratando a los que más aprecia y en quiene más confía. En resumen se trata de una personalidad complejísima que sin embargo filtrada por el talento de Brühl se transforma en un hombre cuyo modo de actuar, pese a sus contradicciones, incluso por sobre la crueldad que de cuando en cuando despliega, creemos y queremos comprender desde nuestro sitio como espectadores.

Dado que el actor es el mismo resulta inevitable pensar en el Niki Lauda, de la película Rush (2013) como la referencia más lógica y cercana al personaje principal de The Alienist. Al igual que Kreizler, el Lauda tejido por Brühl es un individuo que gracias a su desmedido, casi simulado afán por caerle mal a todo mundo acaba por generar el sentimiento contrario. Ambos sujetos parten de la franqueza, no fingen lo que no son, y esa cualidad brilla por encima de sus defectos. Si Brühl ha sido capaz lograr que sus personajes transmitan eso, es por el respeto y la compasión que les provee a la hora de abordarlos. En varias entrevistas ha confesado que en ningún momento ha tomado clases de actuación, puede que sea verdad, pero es evidente que el actor ha encontrado un método que le ha funcionado al momento de brindarle a sus roles la tridimensionalidad que poseen.

Es muy factible que Rush, por cierto, sea la película más taquillera en la que Brühl ha intervenido con un rol protagónico, pero es posible que al tiempo su sueldo y el dinero recaudado mundialmente por la película sea lo menos importante. Lo de verdad significativo es que su retrato de el corredor de fórmula uno Niki Lauda fue tan bueno -incluso obtuvo una nominación a un Globo de Oro- que a partir de ese momento no ha parado de tener trabajo en producciones respaldadas por nombres de prestigio y un fuerte aparato publicitario. Desde 2013 hasta ahora se ha puesto a las órdenes de directores como Anton Corbijn (A Most Wanted Man), Bill Condon (Woman in Gold) y el brasileño José Padilha (7 Days in Entebbe), por mencionar algunos. Asimismo se lo ha visto en la pantalla junto a estrellas de primer orden, como Jessica Chastain (The Zookeeper’s Wife), Emma Watson (Colonia) o el elenco casi completo de los famosísimos Avengers (The First Avenger: Civil War), en esta última ya no como un hombre justo y moral a lo Alex Werner sino encarnando a un villano de lo más ruin.

El otro Brühl

Ha sido tan apabullante el éxito de Daniel Brühl como actor -seamos francos: ningún otro histrión alemán de su generación ha conseguido tanto-, que casi hemos olvidado los logros de quien podríamos considerar su “otro yo”: César Martín Brühl González. Entre ellos destaca su actividad como restaurantero. Es bien sabido, al menos en Berlín, que el Bar Raval -nombre del barrio barcelonés en el que creció su madre-, ubicado en el distrito berlinés de Kreuzberg, es un negocio suyo. Lo abrió en 2011 en sociedad con un amigo, el también alemán de ascendencia española, Atilano González, y se le considera uno de los mejores lugares de la capital alemana en el ramo de tapas ibéricas. Su aceptación ha tenido tal alcance que la pareja de empresarios se animó a publicar en 2014 un libro en el que comparten los secretos de su éxito: ¡Tapas! Die Spanishe Kuche der Bar Raval, mismo que redactaron a cuatro manos.

Lo más llamativo es que no se trató de la primera incursión de Brühl en la escritura. En 2012 publicó, con el apoyo del periodista Javier Cáceres, Ein Tag in Barcelona, una suerte de guía para el viajero mediante la cual el actor describe los rincones que, a título personal, considera los más imprescindibles de una ciudad a la que ama y con la que mantiene un vínculo imperecedero. De hecho Brühl nunca pierde la oportunidad de manifestar su biculturalidad. Como bien dijo una vez: “mi padre es alemán y mi madre catalana y eso me encanta. La parte difícil ocurre sólo en los Mundiales de Fútbol. No sé a quién irle. Pero siempre me ha parecido una ventaja la posibilidad de crecer con dos países, el tener dos casas”. 

A estas alturas, ya por su singular origen, ya debido su cada vez más creciente nivel de popularidad, que a nadie sorprenda si el siguiente libro en su haber sea una minuciosa autobiografía. Compradores seguro que no faltarán.

Carlos Jesús González

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