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50 AÑOS DEL FALLECIMIENTO DE B. TRAVEN
H. Bogart in "D. Schatz d. Sierra Madre", © (c)dpa
El escritor sin nombre
Lo primero que se piensa al acercarse a la figura de B. Traven es lo incómodo que se habría sentido en un mundo tan hipercomunicado y complejo como el de hoy día, en el que las fugas de información fluyen vertiginosamente y la intimidad de cualquiera es desmontada con un clic. O quién sabe, quizá al saberse testigo de una época en la que las mentiras pasan como verdades -y viceversa-, incluso en los dominios de la clase política, el autor alemán nacionalizado mexicano estaría de lo más tranquilo, consciente de ser el único impostor que no se jugaría su reputación -ni la aprobación pública- en demostrar que lo que dice es cierto. En todo caso, y si bien la acepción de la palabra “certeza” adquiere una especial elasticidad cuando se acerca a quien Enrique Vila-Matas describió como “el más oculto de los escritores ocultos”, no hay espacio para la ambigüedad ni el misterio cuando lo referido es su obra: allí nadie duda ni de su calidad ni de la necesidad de recuperarla de tanto en tanto, aunque sea sólo para corroborar que los temas que trata de común en sus libros: la avaricia, la codicia, la explotación de los más débiles, el clasismo y un largo etcétera, persisten como parte inamovible de la condición humana.
En este sentido, no es fortuito el que uno de los cerebros más desarrollados que se han paseado por la Tierra, como lo fue el de Albert Einstein, haya encontrado gratificante su escritura. “Mientras sea uno de B. Traven, me da igual”, respondió por ahí de 1939 cuando un periodista que le preguntó por el libro que se llevaría a una isla desierta. Al gesto amable del físico alemán habría de sumar otros que, aunque de forma indirecta, deben de considerarse asimismo como elogios, entre ellos, por ejemplo, las sospechas que detrás de los textos B. Traven no había un hombre enamorado de la discreción sino una fuerza creativa bastante más sofisticada. Así pues, hubo quien aseguró de que eran producto del esfuerzo de un colectivo de escritores hondureños, otros esparcieron el bulo de que eran escritos no publicados de autores ya fenecidos, como Jack London o Ambrose Bierce, y algún locuaz amante de las teorías conspiratorias se atrevió a sugerir que Traven pertenecían al ingenio del mismísimo presidente mexicano Adolfo López Mateos.
Es de suponer que la reacción de B. Traven ante tanta rumorología haya sido primero la molestia, el consabido pataleo, pero es probable que después no hubiera sitio sino para la risa burlona. Ante la imposibilidad de que su famosa frase: “¡olviden al hombre!, ¡escriban de su obra!”, fuese tomada en serio por incontables comunicadores y algunos académicos, se habría rendido a la comedia que él mismo creó y cuyo enmarañamiento fomentaría a partir del silencio, con la mera abstención de desmentir suposiciones. A la fecha no deja de provocar curiosidad, incluso morbo, el que mientras sus narraciones gozan de total claridad y consistencia a la hora de describir el comportamiento del individuo, desde el más ruin hasta el que reboza valentía, los caminos de su vida hayan sido tan enrevesados y colmados de incógnitas, eso cuando no desaparecen de tajo en el mapa, como si se los hubiese tragado la niebla. De allí que el esfuerzo realizado por los múltiples estudiosos de su figura que han pretendido -hay al menos una veintena de biografías- incluso hasta hoy, revelar la identidad del autor de El barco de la muerte se antoje más apto para un detective avezado que para un hombre de letras. Es factible que a lo largo del siglo XX sólo la figura de Jack el Destripador haya constituido un enigma tan excitante y a la vez tan intrincado. Incluso se rumora que Jonah Raskin, uno de sus biógrafos, por poco y pierde la cordura por allí de la década de los setenta en su afán por revelar el secreto detrás de la persona de B. Traven.
B. Traven en la literatura y el cine
Previo, sin embargo, a abundar más en el oscurantismo que ha envuelto a quien el germanista Karl S. Guthke llamó “el Kaspar Hauser de la literatura”, en referencia a un famoso adolescente que fue hallado en Nuremberg en la primera mitad del siglo XIX y a quien se lo encontró desorientado, por completo ignorante de su procedencia, valdría la pena mencionar siquiera un par de títulos que evidencien su mencionada lucidez como escritor, misma que es respaldada por más de cuarenta millones de libros vendidos y media docena de adaptaciones cinematográficas.
En este sentido, la dimensión de lo mexicano en Traven como ese gran imaginario del que brotarían algunas de sus narraciones más potentes, es inherente a su persona. Al leerlo, se tiene la impresión de lo mexicano lo alumbró de manera apabullante, casi bíblica -digamos que de haber andado a caballo, como San Pablo, habría quedado derribado como por una fuerza invisible- desde el momento en que llegó a Tampico en 1925, presumiblemente en barco. En pocas palabras su inmersión en el laberíntico y no en pocas ocasiones contradictorio mosaico de lo nacional fue de cuerpo entero y a lo bruto, movido, tal vez eso sí, por el móvil humboldtiano que yace en el ADN de infinidad de alemanes, pero con un cariz más ansioso que analítico, a ratos incluso un poco desesperado. Traven no se limitó, pues, al retrato antropológico de lo indígena, en específico de los grupos oriundos del sureste mexicano, a los que conoció bien, sino que fue lo suficientemente sensible y astuto como para entender los mecanismos de su psique. Logró, sin más, colocarse en sus zapatos, mirar al mundo desde sus ojos oscuros e inquietos.
Un buen ejemplo de ello se observa en La Rebelión de los Colgados, el quinto de los seis libros que escribió entre 1930 y 1940 en el que se conoce como “el Ciclo de la Caoba” (Caoba-Zyklus) y sin duda el más famoso de todos ellos. Publicado en 1936 en Alemania (Die Rebellion der Gehenkten), ofrece una visión cruda y feroz de las inhumanas condiciones en las que laboraban los trabajadores de las empresas madereras -llamadas monterías- en la Chiapas post-revolucionaria. Un par de décadas después, en 1954, el director mexicano de ascendencia alemana, Alfredo B. Crevenna, dirigiría una adaptación cinematográfica auxiliado por Emilio “el Indio” Fernández y con Pedro Armendáriz como protagonista. Para entonces B. Traven, además de ser conocido ya Urbi et Orbi como un autor inmerso en la incógnita, era sumamente leído y respetado y, de forma indirecta, se había transformado en un concurrido surtidor de material interesante para la pantalla. Tres relatos suyos incluidos en la antología personal llamada Canasta de Cuentos Mexicanos, servirían para la cinta homónima que se filmó en 1956 bajo la dirección de Julio Bracho y que abrevó del talento de Arturo de Córdoba, María Félix y Pedro Armendáriz, entre otros. Aunque sin duda es Macario, de 1960, película inspirada en un relato que Traven escribió en inglés bajo el título de The Healer, la que mejor representa la confluencia entre el escritor y su singular interpretación del México rural. Actuada por Ignacio López Tarso y dirigida por Roberto Gavaldón, al tiempo se ha convertido en un filme de talante histórico en la cinematografía nacional, no sólo por su incontestable calidad, sino también porque fue la primer producción mexicana en ser nominada para el Oscar por Mejor Película Extranjera.
La única otra cinta basada en un libro de B. Traven capaz de eclipsar a Macario sería también, curiosamente, la que consagró a Traven como uno de los narradores más exitosos y gustados de los dos primeros tercios del siglo XX. El tesoro de la Sierra Madre, reescrita para el celuloide en 1948 por la pluma de John Huston -quien también dirigió-, es hasta hoy un hito de la cinematografía mundial, a la vez que un testimonio de los ilimitados alcances que posee la naturaleza humana cuando la envidia y la ambición entran en juego. La película, con el incomparable Humprey Bogart a la cabeza, no sólo se hizo de tres Oscar -incluyendo Mejor Director y Mejor Guión- sino que ha sido objeto de veneración de incontables cineastas, desde Stanley Kubrick hasta Sam Raimi. Ello por no mencionar la admiración que aún se le prodiga a décadas de haber sido estrenada: Paul Thomas Anderson la citó como influencia directa de su filme Pozos de ambición, mientras que Vine Gilligan, creador de la serie Breaking Bad, admitió haber tomado rasgos de Fred C. Dobbs (Bogart) en la construcción de Walter White, acaso el antihéroe más inquietante que ha dado la televisión.
Nombres inventados
Vale la pena subrayar que El tesoro de la Sierra Madre no sólo fue un éxito en crítica y en taquilla, éxito que por cierto emuló al que la novela original había compilado tras publicarse al alemán en 1927 (Der Shatz der Sierra Madre) y luego en inglés, en 1935, con una traducción realizada por el mismo Traven. La cinta de Huston, además, da testimonio de lo lejos que podía llegar Traven con tal de proteger su identidad. El propio John Huston confesó en cierta entrevista que luego de varios días de esperar la llegada de B. Traven en aras de concretar la negociación de la película, apareció un tal Hal Croves con una tarjeta de presentación en la que se leía: “Hal Croves. Traductor. Acapulco y San Antonio”, y quien alegaba ser el agente de Traven en asuntos diversos, entre ellos los derechos de las novelas y sus adaptaciones al cine. Un hombre cordial, aunque un tanto extraño y escurridizo, Croves se presentaría posteriormente en el rodaje y colaboraría activamente en él. No fue sino hasta un tiempo después que, tras la publicación de alguna fotografía de Traven, Huston confirmó que Croves y el autor de La Rosa Blanca (Die weiße Rose) eran la misma persona.
Hal Craven, por supuesto, no fue el único nombre inventado por Traven. En los viajes que realizó en la segunda década del siglo XX a Chiapas, uno de ellos junto a una comitiva organizada por el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), Traven se hizo llamar Traven Torsvan y aseguraba ser un fotógrafo noruego. Y si uno sigue con ganas de rascar el tapiz es capaz de hallar al menos una docena de nombres más, muchos de ellos tan pintorescos y variados como las nacionalidades que aseguraba tener y que iban de la inglesa a la nicaragüense y de la croata a la lituana. Karl S. Guthke, el erudito alemán-norteamericano al que ya hemos citado y quien también escribió una biografía suya, aseguro algo así como: “estaba tan confundido, tan echo bolas en su cabeza que él mismo ya no sabía la verdad”.
¿Será eso cierto? Todo apunta a que no es así. Quizá sencillamente decidió que, por contradictorio que pueda parecer, para ser alguien sencillamente había que dejar de serlo. Si Pessoa cultivaba la afición de perder países viajando, en Traven extraviar nombres parecía ser un acto, si no encomiable, al menos igual de divertido que el realizado por su colega portugués. O al menos lo fue hasta que, gracias al desarrollo de la tecnología y la digitilización de la información, aquellos que indagaron acerca de su identidad fueron cercando cada vez más a la verdad, o siquiera a un tipo de verdad. La investigación realizada por el último de sus biógrafos, el filólogo alemán Jan-Christoph Hauschild, y que lleva el acertado título de: “Das Phantom. Die fünf Leben des B. Traven”, publicada el año pasado, logró hilar de manera más concisa a Ret Marut, el actor convertido en anarquista a principios del siglo XX y quien hubo de salir del país para escapar una condena que había en su contra por razones políticas en Múnich, con el individuo nacido -presuntamente- en 1882 en Schwiebus (entonces Alemania, hoy Swiebodzin, Polonia) bajo el nombre de Hermann Otto Albert Maximilian Feige, mismo que hasta antes de aficionarse a la política y al teatro trabajó como aprendiz de cerrajero.
Habrá, sin embargo, quien prefiera aceptar que el auténtico hilo negro, acaso el más secreto de todos ellos, de ese autor-misterio llamado B. Traven, fue guardado con celo por su viuda, Rosa Elena Luján, hasta que ella misma murió en 2009. Después quizá fue legado a sus hijastras, Malú y Rosa Elena Montes de Oca, quienes lo quisieron como un padre y continúan hablando en su nombre. Gracias a ellas sabemos que detrás de ese manojo de pseudónimos había una persona que canturreaba en alemán y en inglés de tanto en tanto y que acariciaba a su perro por las tardes mientras miraba al atardecer. Un hombre que apoyó a una de sus hijastras cuando ésta quiso viajar a la Unión Soviética, pese a la reticencia de su madre, y que amontonaba escrito tras escrito en el estudio de su casa en la Colonia Roma. Un individuo sereno que se tapaba discretamente la colosal nariz cuando fumaban cerca de él y que no podía desplazarse sin sus cámaras, su tocadisco, sus libros y su máquina de escribir.
Ese escritor alemán llamado B. Traven que se nacionalizó mexicano en 1951 y que antes de fallecer, el 26 de marzo de 1969, pidió que sus cenizas se esparcieran sobre el río Jataté, en Chiapas, quizá a sabiendas de que para la eternidad no es requisito portar ningún nombre.
Carlos Jesús González