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Alemanes que hicieron historia: Gerda Taro
Gerda Taro Retrospektive, © dpa
La justicia nunca llega tarde
Se dice que nunca faltan las flores sobre el sepulcro de Gerda Taro (1 de agosto de 1910, Stuttgart). A veces son arreglos caros, de al menos quince euros el ramo. En otras ocasiones los tallos expuestos y desiguales revelan su origen improvisado, como si el ofrecedor del detalle los hubiese arrancado de tajo en algún parque cercano al cementerio parisino de Père Lachaise, que es donde descansan los restos de esta fotógrafa. Los malpensados creen que en ocasiones esas flores son producto del hurto, robadas al vuelo de la lápida de algún vecino famoso, como Jim Morrison, Federico Chopin o Sarah Bernhardt. Taro, a quien le gustaba ir a la contra, no solamente aplaudiría un gesto de tal desfachatez, sino que encima solicitaría que la víctima del ilícito fuese invariablemente el sanguinario dictador dominicano Rafael Trujillo -en el supuesto de que algún despistado dejase una ofrenda en su tumba- hombre al que no conoció pero al que habría seguro despreciado con todo el odio de su cámara.
Porque para ella no había nada peor en el mundo que un tirano en el poder.
Un tirano, de apellido Hitler, provocaría su exilio y otro más, un tal Franco, sería el culpable de su muerte.
Perdón por adelantar el final pero así es: en el último capítulo del cuento la heroína se muere, o más bien, la matan. La fecha, 25 de julio de 1937, el lugar, Villanueva de la Cañada, municipio de la Comunidad de Madrid donde se libraría la batalla de Brunete durante la Guerra Civil Española. De acuerdo al testimonio del periodista británico Claude Cockburn, que coincidió con Taro en el frente, en ese día toda la gente situada del lado del bando republicano sabía que probablemente no saldría viva de allí en cuanto constató el poder de las fuerzas franquistas. Ella, sin embargo, en algún momento se levantó del sitio en el que se resguardaba y comenzó a tomar fotos de los bombarderos: “en caso de que esquivemos la muerte tenemos que mostrar estas imágenes al Comité de No Intervención”, gritaba, negándose a retirar la mirada de la lente.
Algunas horas más tarde el ataque enemigo se recrudeció. Ella, acompañada del fotógrafo canadiense Ted Allen -con quien sostenía un romance, según algunas versiones- se subió como pudo a la defensa de un vehículo que transportaba heridos. Es bastante probable que Taro haya usado una mano para asirse y que con la otra sostuviese la cámara y continuara accionándola de tanto en tanto. Tal vez la dirigió hacia los soldados lisiados, o acaso hacia los milicianos que corrían en desbandada. En algún momento la unidad en la que iba pasó por un bache, o aceleró de más, o el conductor se vio obligado a dar un volantazo. La cuestión es que Taro perdió el equilibrio, cayó y entonces un tanque propiedad del fuego amigo -de hecho era un T-26 ruso- la arrolló. En estado agonizante, fue llevada al hospital inglés de El Goloso. Una de las enfermeras que la recibió dijo que Taro, con la voz susurrante de los moribundos, le preguntó: “¿Se averiaron mis cámaras? Eran nuevas, dime, ¿quedaron bien?”. Murió a la madrugada del día siguiente, seis días antes de su cumpleaños.
Tenía 26 años.
Reconocimiento
Es verdad aquello de que el tiempo termina por concederle justicia a todos. Tal es, sin duda, el caso de Gerta Pohorylle, que es como se llamaba en realidad esta aguerrida joven, considerada no sólo una pionera del fotoperiodismo hecho por mujeres, sino la primera en morir en un conflicto armado. Aunque si somos honestos, ese merecido reconocimiento del que goza en la actualidad habría tardado incluso más años en alcanzarse si no fuese por el esfuerzo de diferentes personas. En este sentido, la labor realizada por la investigadora Irme Schaber no tiene parangón. Ella, al igual que Pohorylle, es oriunda de la ciudad de Stuttgart y es considerada asimismo la mayor autoridad que existe sobre la vida y obra de Gerta Taro. No conforme con escribir dos biografías suyas -la primera de 1994- fue invitada como co-curadora de la exposición que el prestigiado Centro Internacional de Fotografía de Nueva York dedicó al trabajo de Taro en 2007. Este ímpetu de investigación -llamémoslo “obsesión virtuosa”- llevó a Schaber a seguir los rastros de Taro por Francia, Italia, España y Estados Unidos. En cada viaje entrevistó a conocidos, amigos y colegas de aquella a quienes las tropas republicanas conocían como “la pequeña rubia”, e incluso habló con una de las enfermeras que la atendió cuando llegó al hospital en el que perdería la vida.
Ha sido, pues, en gran parte gracias a Schaber que la figura de Taro ha sido rescatada. Para empezar, en Alemania, finalmente el país en el que nació y de donde, como muchos judíos más, se vio forzada a exiliarse una vez que los nazis se hicieron del poder. Hoy día llevan su nombre una plaza en Stuttgart y un instituto de enseñanza media (Gymnasium) en Leipzig, y seguramente en los próximos años será objeto de muchos homenajes similares más, ya en Alemania, ya en otras partes del mundo. Si bien, lo más relevante de la recuperación de su figura trasciende a su aparición en un Doodle del buscador por internet Google o a factibles proyectos futuros de convertir su vida en un biopic cinematográfico: lo importante es que el crédito por un trabajo que habla por sí solo, tanto por su calidad como por su significación histórica, al fin se le ha concedido. La culpa del injusto retraso la tuvo un conjunto de factores de diferente índole, pero sobre todo el que su nombre fuera eclipsado por quien sería tanto su socio como el primer gran amor de su vida: Robert Capa.
Dos fotógrafos
Gerta Pohorylle y Endre Friedmann, de origen judío húngaro, se conocieron en París en 1935. Aunque ambos compartían el mismo bagaje religioso y la condición de exiliados, lo que más los unía era la ausencia de conformismo ante la situación en la que se encontraban. De allí que frecuentaran las reuniones de los simpatizantes del comunismo y otros círculos de izquierda en el café Capoulade del Barrio Latino. No pasó mucho tiempo antes de que se enamoraran locamente. En aquel entonces Friedmann hacía fotografías para una editorial y ella laboraba como asistente en la agencia Alliance Photo. En algún momento ella le pidió que le enseñara los trucos básicos del oficio y tan pronto los aprendió su alianza se hizo inquebrantable, o como bien apunta Jane Rogoyska, la autora del libro Gerda Taro, Inventing Robert Capa, “él (Friedmann) le enseñó fotografía y ella por su parte le enseñó a dar lo mejor de sí mismo”. En todo caso, fue Pohorylle la que concluyó, en ese verano de 1935, que la única manera de progresar en el ramo sería a través de la utilización de un alias, es decir, mediante la creación de una personalidad ficticia, de tal forma que las diapositivas no pertenecieran a ellos, después de todo unos inmigrantes de ascendencia judía -difícilmente un plus en la Europa de entonces- sino a un exótico y avezado fotógrafo estadounidense de nombre Robert Capa.
Se sabe que en algún momento de estos años Friedmann se quedó con el nombre de Robert Capa y que ella, por su lado, adoptó el alias con el que se la conoce hasta hoy -combinación de un homenaje a la actriz Greta Garbo y al pintor japonés Taro Okamoto-. En cualquier caso, un número incontable de fotografías que ambos tomaron de la guerra civil, y que llegaron a las agencias y editoriales que cubrían el conflicto -Vu y Life, entre otras- estaban únicamente signadas con la marca “Capa”. Fue así que durante décadas la diferenciación entre el trabajo de uno y otro sencillamente no existió y todas las imágenes, a excepción de aquellas que Taro registró con su nombre -como las hechas para el periódico francés Ce Soir- fueron referidas como producto de la lente de Robert Capa, es decir, de Endre Friedmann.
No fue sino gracias a la tarea exhaustiva de personas como la ya mencionada Irme Schaber, o el experto en la obra de Capa, Robert Whelan, que paulatinamente pudieron identificarse las disimilitudes en el conjunto. Whelan descubrió, por ejemplo, que las diapositivas de Taro eran cuadradas y por tanto tomadas con una cámara Rolleiflex, mientras que las de Capa, de formato rectangular, pertenecían a su inseparable Leica. Después se observarían también otras divergencias en cuanto a temática, por ejemplo. Taro por lo común se inclinaba por retratar a personas: niños que juegan en las barricadas; mujeres milicianas que entrenan en la playa; parejas que se abrazan, mientras que el objetivo de Capa se centra en la brutalidad de la contienda. Baste recordar la primera foto que lo hizo famoso a nivel mundial, “Muerte de un miliciano”, para corroborarlo.
Las dimensiones de la aportación de Taro en este episodio y, por tanto, de su importancia como fotógrafa adquirieron un nuevo nivel cuando, en 2008, se reveló de manera oficial el increíble hallazgo de la llamada “la maleta mexicana”, valija que se consideraba perdida desde la Segunda Guerra Mundial y que contenía poco menos de cuatro mil negativos de fotografías hechas por Capa, Taro y David Seymour, también conocido como Chim, a lo largo del conflicto español. Tras una ardua investigación se atribuyeron a Taro alrededor de 270 imágenes, mismas que reafirmaron un talento propio, una voz única que merecía una mejor suerte que la de haber sido relegada a un segundo plano durante tanto tiempo.
Retrato
Diversos testimonios afirman que Taro era menuda y pequeña y que sus ojos brillaban como estrellas. También aseguran que no se sacaba los zapatos de tacón ni cuando se aventuraba a la primera línea del frente. El poeta español Rafael Alberti la llamó “la niña valerosa que se creía invulnerable” y es probable que se haya experimentado una profunda tristeza al enterarse de su muerte. También la sentirían Pablo Neruda, quien encabezó el cortejo fúnebre, y el artista plástico Alberto Giacometti, encargado de ornamentar su lápida, por no hablar de las alrededor de doscientos mil personas que la acompañaron en su último viaje hasta el Père Lachaise y que la honraron como la heroína republicana que fue.
Aunque quizá la mayor de las penas sería la sufrida, paradójicamente, por Robert Capa. Algunos estudiosos del tema dicen que, si bien es cierto que semanas previas al fatal deceso de Taro la relación entre ellos se había deteriorado, el húngaro nunca se perdonó por no haberla acompañado a España, ni tampoco por haberla introducido al mundo de la fotografía. Resulta imposible conocer a ciencia cierta los demonios internos que lo agobiaron con el asunto y que quizá no se extinguieron del todo hasta el 25 de mayo 1954, cuando una mina que pisó mientras cubría la guerra de Indochina se cebó con su vida.
Sus nombres, en todo caso, se mantendrán invariablemente relacionados, aunque ya cada uno con luz propia y singular, como siempre debió ser.
Carlos Jesús González