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LA IMPORTANCIA DE HANNAH ARENDT
Hannah Arendt (1906-1975), German-American political scientist, characterised 'totalitarianism'., © Heritage-Images picture-alliance / /HIP | Jewish Chronical
Una exposición
Son muchas las preguntas que uno se formula cuando acude a la exposición sobre Hannah Arendt en el Deutsches Historisches Museum (Museo de la Historia de Alemania), en Berlín, misma que permanecerá en exhibición hasta el próximo 18 de octubre. Una de ellas, acaso la principal de estas cuestiones, inevitablemente está relacionada con el momento actual: ¿qué tipo de reflexiones tendría la afamada pensadora con respecto a la manera en la que la pandemia ha transformado el mundo en el que vivimos? Y no sólo eso: ¿habría abordado la problemática desde un punto de vista filosófico o más bien político?; ¿qué consideraría sobre el uso de mascarillas y la recomendación de evitar el contacto físico?; ¿cuál sería su punto de vista con respecto a quienes piensan que el Coronavirus podría ser usado por los sistemas de poder para tener más control sobre los individuos?
Fueran cuales fuesen sus opiniones, es una lástima que un cerebro tan potente como el suyo no se halle aquí para iluminarnos en tiempos tan inconmensurablemente extraños y, por tanto, dignos de análisis profundos. Un infarto se encargaría de apagar su vida para siempre el 4 de diciembre de 1975 pero, tal y como tiene a bien recordar la exhibición referida -y cuyo título es: Hannah Arendt y el Siglo XX- su pensamiento hoy en día es tan actual y necesario como lo fue hace treinta, cincuenta o setenta años. Pero no sólo eso: con el paso del tiempo su alcance se ha hecho universal. Es decir: más allá de que a esta mujer nacida en Hanover en 1906 se la considere alemana, judía o ambas cosas -por razones obvias, esa cuestión sería para ella misma una fuente de confrontación tras su salida de Alemania en 1933-, dada la importancia y contundencia de su trabajo, Arendt o, si se prefiere, la mente de Arendt, podría clasificarse asimismo como un ente carente de fronteras, proclive a convertirse en fuente de aprendizaje y cavilación para cualquiera que se anime a acercarse a ella.
Indudablemente sería un despropósito utilizar un espacio tan pequeño para hacer un análisis profundo de sus escritos, labor que por demás ha sido realizada por infinidad de especialistas en todo el orbe. En todo caso, vale la pena recordar que las observaciones de Arendt alteraron algunos conceptos filosóficos que existían previo a la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, antes de Auschwitz y todo lo que esa terrible palabra significa. Títulos como Los orígenes del totalitarismo, La condición humana o Eichmann en Jerusalén han sido, desde su publicación, un referente en cuanto a la necesidad de comprender los posibles factores que provocaron que el ser humano exterminase a otros miembros de su especie con tal dejo de crueldad e indiferencia. De igual modo, términos como “la banalidad del mal”, que tanta controversia han generado desde su acuñación -y que surgió a partir del encargo de cubrir el juicio a Adolf Eichmann para The New Yorker-, o su abierta defensa a la acción de discutir como única posibilidad de humanizar aquello que sucede, forman parte de un legado inestimable en el que siempre hubo sitio debatir algunos de los problemas más acuciantes de nuestra era. Arendt estudió a fondo, por supuesto, temas que acaso le concernían de forma más directa, como serían el antisemitismo, los sistemas totalitarios o la migración, pero también se pronunció con respecto a otros tantos, como el sistema político estadounidense, los movimientos estudiantiles en diferentes partes del mundo -a los cuales, por cierto, veía con entusiasmo- o el feminismo.
La imagen
El día es 28 de octubre de 1964 y el sitio es un programa de televisión alemán llamado Zur Person. Lo dirige Günter Gaus, un connotado periodista que se ha hecho famoso por entrevistar de manera equilibrada -digamos que en modo distendido pero a la vez dotado de franqueza- a sus invitados, todos ellos figuras distinguidas del espectro público nacional e internacional -en la emisión anterior a ésta estuvo en el plató Willy Brandt, entonces alcalde de Berlín del Oeste-.
Gaus se encuentra de un lado del foro. En el otro, frente a él, está ella, Hannah Arendt. La emisión es en blanco y negro y ambos se hallan sentados en sofás. Aunque a él no se lo ve a cuadro -si acaso, a momentos, un trozo de su perfil-, es evidente que fuma: lo evidencian las nubes perladas que a ratos se cruzan con la lente de la cámara. Ella también fuma. Chupa los cigarrillos con gusto, como si el hecho de aspirar nicotina le ayudase a plantear sus argumentos de manera más articulada y a la vez dúctil, comprensible hasta para quien no ha leído ni media página de la Crítica de la Razón Pura, de Immanuel Kant, mucho menos uno de los libros signados por ella.
Esa histórica emisión televisiva, contenida en poco más de una hora, quizá sea la forma más aconsejable de acercarse a Hannah Arendt si es que no se está familiarizado con ella en absoluto. Basta con tener una computadora con Internet y una pizca de interés para atestiguar en activo a una de las mentes más prodigiosas del siglo pasado: en sí, nadie debería perdérselo.
Rodeada por humo de tabaco y la atención de su interlocutor, la filósofa expone frente a las cámaras razonamientos que han sido rescatados, entre muchas cosas más -textos originales; objetos personales; prendas de ropa- por la exposición que le rinde honores en la capital alemana y que hemos mencionado con anterioridad. Entre ellas habría que rescatar la frase que reza: “si a uno le atacan como judío, debe defenderse como judío”, la cual adorna precisamente un muro del afamado museo berlinés. Pero volvamos al programa Zur Person, porque así como éste, hay otros momentos memorables, por ejemplo aquel en el que que Arendt le asegura a Gaus que lo que más la afectó a título personal no fue lo que hicieron sus enemigos durante el nazismo, sino aquello que hicieron sus amigos y que, se adivina, tiene que ver con la indiferencia, el abandono: “y aún no estaban bajo la presión del terror… fue como si alrededor nuestro de repente se hubiese formado un vacío”. De igual modo, la pensadora es incapaz de esconder cierto dejo de melancolía cuando afirma que, pese a todo, y aun viéndose forzada a emigrar -primero a París y, en 1941, a los Estados Unidos- el idioma alemán prevaleció en ella, convirtiéndose en un elemento que conscientemente quiso preservar: “no fue el lenguaje el que se volvió loco”.
Hela allí, entonces. Arendt de carne y hueso. Meditando. Lanzando palabras filosas, irónicas, invariablemente reflexivas. Con la sonrisa siempre lista para darle la vuelta a un tema incómodo o celebrar sus gestos autocríticos. La misma Hannah Arendt que ahora, a casi cuarenta y cinco años desde su fallecimiento, le ha dado nombre a un asteroide, a una ruta de tren y a una cantidad ingente de escuelas repartidas en Alemania y en todo el mundo.
Hay que recordarla y rendir homenaje a su figura. Pero sobre todo, y como ella hubiese querido, hay que leerla. Hoy más que nunca.
Carlos Jesús González