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BERLÍN: Verano (por Luis Chaves)

Artículo

Con esta tercera entrega, el escritor costarricense Luis Chaves continúa el relato de su estadía de un año en Berlín como residente del Programa de Artistas en Berlín del DAAD.

Siempre pasa: buscando una cosa encontré otra. Corrí la mesa y las sillas contra la pared y armé la tienda de campaña en el comedor. Un poco de aseo antes de devolvérserla a la amiga que nos la prestó. Pero sobre todo para buscar el arete perdido de una de mis hijas. De cuatro patas cepillé el perímetro interno de la tienda, había arena, hojas secas, esquinas de envoltorios cortados a diente, partículas de galletas, y una mariquita que para mi sorpresa arrancó a caminar cuando sintió la amenaza de la escobilla. La bolsa de nylon con la tienda estuvo seis días en la entrada de casa. Esa mariquita fue el bebé que encuentran debajo de los escombros una semana después del terremoto.

La tienda de campaña en el comedor. Una casa precaria dentro de una casa temporal. La pedimos prestada porque a mitad del verano viajamos al Ostsee, el mar del Este, nombre que le dan al mar Báltico en Alemania (también en Suecia, Finlandia y Dinamarca). Es un mar interior, rodeado de esos y otros países (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia y Rusia); da al mar del Norte, que a su vez da al océano Atlántico. Esto explica que al agua sólo entren algunos descendientes de los nórdicos, los porristas de la autoflagelación y Mariajo, mi esposa. Mientras el resto de la familia se quedaba en la parte seca del mar, es decir en la arena, Mariajo hacía la señal de la victoria (puño en alto con dedos índice y medio en forma de V) desde el agua enrarecida por algas y medusas del tipo no venenoso.

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Estuvimos varios días en el camping. Llegamos después de cinco cambios de transporte: S-Bahn (tren urbano), U-Bahn (metro), tren, bus y taxi. Armábamos nuestra tienda estándar cuando, escaneando alrededor, descubrimos estar en medio de algo que parecía más bien un residencial de carros-casa con extensiones de carpas equipadas con lo último del vasto universo de la vida outdoors. A nosotros se nos olvidó llevar hasta lo que sí teníamos: el abridor de botellas. Todo el área dividida en parcelas con electricidad y Wi-Fi, unas áreas comunes con lavadoras, secadoras, zona de lavado de platos, cuarto de tinas para bañar y acicalar bebés, espacio de cocina, duchas de activado electrónico (180 segundos de agua para administrar inteligentemente), cagatorios amplios con parlantes donde sonaba la estación local de pop-rock. También un cine, clases de buceo opcionales, restaurante y un abastecedor donde de qué servía todo lo anterior si ¡no refrigerás las cervezas ni vendés hielo!Llegados a este punto quiero aprovechar para sacarme algo de entre pecho y espalda. Quiero que sea, además, un párrafo de una frase. Una oración que condense lo que ya dejó de ser una sospecha, una afirmación que alemanes y extranjeros que viven aquí insisten en negar ante el granito de los hechos:

En Alemania no toman la cerveza fría, le quitan apenas la temperatura ambiente.

Y créanme, podrá ser el producto de los mejores cerveceros de la Vía Láctea pero en verano dan ganas de meterlo al congelador. A cinco grados centígrados como máximo se toma la cerveza. ¡Háganme el foquin favor!

Externado lo cual, continuemos. Friedenau, mi barrio en Berlín, que ya con sutileza dije que tiene poca diversidad cultural, sería el Sonnenalle (calle que conecta los distritos de Neukölln y Treptow-Köpenick y que llaman “la pequeña Beirut” o “la franja de Gaza”) al lado de nuestro camping en el Báltico. El Ostsee, la frontera de la globalización. Nunca estaré en un entorno más alemán y esto lo digo con nostalgia preventiva porque en un camping de cientos de tiendas (y carros-casa equipados hasta con antenas parabólicas) a las 10 pm se terminaba el ruido. Ni un equipo de sonido, cero punchis punchis, ni un pleito de adolescentes alcoholizados, ni uno de adultos actuando como adolescentes. A las diez de la noche, una hora después de que el disco dorado del sol se hundiera en la línea que separaba los dos tonos de azul del horizonte, se terminaba la bulla, todo el mundo a dormir o por lo menos a callarse. Para padres con hijas pequeñas que no paran nunca de correr, pedir, pelear, llevar, llorar, reír y preguntar aquello es el paraíso en la tierra.

Llevé un libro de Coetzee a nuestro viaje al mar, la novela “Desgracia”. Como cuando un día luminoso, fresco, el cielo quieto en un cielo sin nubes, pensé en llevar a las niñas al Museo del Holocausto. La novela descendía página a página en el infierno de la condición humana, de modo que en la playa, sentado en una silla plegable, los pies hundidos hasta los tobillos en la arena, leía unos párrafos y me sumergía en el pantano de la invalidez, la vejez y la muerte, luego levantaba la vista y en frente mis hijas hacían ruedas de carreta entre risas. Al fondo, desde el agua congelada, mi esposa levantaba el otro brazo y duplicaba la señal de la victoria.

Pensamos enfriar las cervezas en el agua del Báltico pero no quisimos llamar aún más la atención, suficiente era nuestra tienda minúscula sin vehículo y la cuerda con ropa tendida.

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Pero el verano empezó mucho antes, inició con el fin del año escolar. LaMayor, que se incorporó a mitad del curso lectivo sin saber una palabra de alemán, se graduó de cuarto grado. LaMenor, hizo lo mismo en su “kita”. Dos campeonas que no tuvieron voz ni voto en la decisión de venir a Alemania y que se apañaron con actitud a lo que les tocó. El coraje lo heredaron de la madre.

Con el disparo de salida del verano aprovechamos la invitación a un festival y a una lectura y salimos de Berlín. Primero a la Selva Negra, luego a París. La Selva Negra, Schwarzwald, es una zona de montañas en el suroeste de Alemania, en el estado de Baden-Würtenberg. Paramos unos días en Hausach, un pueblo de cinco mil habitantes en el distrito de Ortenau. Fue reconfortante volver a sentir la presencia de un macizo montañoso, alzar la vista y toparse el cuerpo de tierra y rocas cubierto por un bosque denso de coníferas. Hausach es un pueblo pequeño, atravesado por el rumor casi imperceptible del río Kinzig, después de 24 horas de arribados en la calle la gente ya nos reconocía y saludaba. Caminábamos por el centro al final de un día, admirando los jardines frontales de las casas -con sus fuentes y enanos de cerámica, como decorados de un cuento de hadas-, el cielo cóncavo y punteado de estrellas, cuando LaMayor dijo, mientras avanzaba sin mirarnos, como hablándole a la noche: qué lindo sería vivir aquí.

-En otra vida, my dear, porque mañana nos vamos a París.

En Costa Rica, mis hijas van al liceo francés, así que París era un destino prácticamente obligatorio, sobre todo para LaMayor. Desde Hausach fueron cinco horas en tren. Fue fácil saber cuándo cruzamos la frontera porque entró un SMS de la empresa telefónica tipo está-cambiando-de-zona-de-cobertura que era una sola palabra en alemán, más o menos. El tren nos depositó en la estación de Estrasburgo donde, al igual que en el resto del país, se usan tres idiomas en la señalética y en las indicaciones por altoparlantes. Tomá, Alemania.

Claro que también las estaciones (y ciertos edificios) son patrullados por militares con armamento pesado. No policías, militares. Eso es inviable en Alemania. Empatan de nuevo.

En París nos hospedamos en casa de los Maurel, que tienen la doble condición de grandes anfitriones y familia nuestra, familia molecular. Nos recibieron Julien y Cécile. Julien es artista y mago. Mago en serio, tipo palomas-revoloteando-por-la-casa. Creo que los trucos de Magic Julius (su nom de scène) será lo que mejor van a recordar mis hijas del paso por París.

Llegamos en verano a visitar los lugares que exige cualquier guía que se precie. Dos millones de turistas tuvieron la misma idea, reservaron para los mismos días, con sus hijos también. Hicimos filas eternas mancillados por el sol, la paternidad y los aterradores selfie-sticks de las hordas de nuestros colegas.

Orsai, Louvre, Versalles, el Barrio Latino, Champs-Élysées, el Arco de Triunfo, Notre Dame, la torre Eiffel, el Arco de Triunfo, todo a golpe de tambor, check, check, check. Fuimos parte de la vergonzosa invasión de langostas que saquea y es saqueada por la Ciudad de la Luz los 365 días del año. El superpoder de París es también su kriptonita.

Pero un día nos levantamos, sacudimos la ropa y, para recuperar la que quedara de dignidad, nos fuimos.

Damnificados por el tour de force de los días anteriores, y por el yunque de más de dos semanas de haber salido de Berlín con mochilas y bolsos, hablamos poco en las nueve horas de viaje entre la Gare de l’Est y la Hauptbahnhof (estación central). Esta vez, más que ninguna otra, ya a la altura de Potsdam, capital del estado de Brandeburgo a poco menos de 30 kilómetros de Berlín, sentimos el bálsamo de la sensación de “regreso a casa”.

A casa. A ese lugar en Friedenau donde estaban nuestras cosas, ese lugar donde cada uno tiene su gaveta personal y ordena el contenido de la misma según su criterio y carácter. (Al fondo, los diarios de años pasados, la postal que enviaron desde Madrid arriba de los diarios; los mapas y brochures a la izquierda, encima de las garantías de artículos varios y el prospecto del jarabe para la tos; al frente, el llavero sin uso, los botones de repuesto del saco y los tres clips de colores mezclados con monedas y billetes de otros países). Una casa es eso, el sitio donde uno sabe qué hay adentro (y en qué orden) de esa gaveta.

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En algún momento en París, ocupados en otra cosa, tal vez buscando una calle o preguntando por una dirección o quizá mientras entrábamos al metro o ascendíamos lentamente a la superficie en una escalera eléctrica, o mientras apagaba la luz del cuarto de las chicas después de acostarlas, cruzamos la línea invisible de la mitad del Berliner Künstlerprogramm. A mediados de agosto cumplimos seis meses de haber llegado a Berlín.

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Con luz de día hasta las 10 de la noche, el verano se fue convirtiendo en una extensa tarde de picnics o parrilla en parques, visitas a los lagos como el Schlachtensee en el suroeste de Berlín o el de Wannsee un poco más al sur, ahora totalmente acostumbrados al nudismo de los locales.

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Cada vez que se destapaba una cerveza, se vertía un jugo de frutas en un vaso o se asaba una salchicha aparecían, de la nada, como si atravesaran un portal del tiempo y el espacio, comandos de avispas agresivas y hambrientas. Nos lo habían advertido pero la realidad superó lo que habíamos escuchado con suspicacia. Aprendimos a no dejar vasos descubiertos, a tapar la cerveza con el pulgar, a quedarnos inmóviles ante la curiosidad aproximativa de alguno de estos himenópteros.También, las chicas aprendieron a andar en bicicleta (era un pendiente que traíamos de Costa Rica), vino familia y amigos a visitarnos a Berlín. En todas las fotos andamos ligeros de ropa, un verano que en general anduvo cerca de los 30 °C y que alcanzó picos injuriosos sobre los 40 °C.

Luego está el viaje ya relatado al Ostsee, cuando, ya adentrados en agosto, oscurecía a las 9 en lugar de las 10pm. El hemisferio empezaba a alejarse del Sol.

Una tarde, en el cuarto del fondo de la casa que, si no hay invitados, es el estudio, colgaba ropa recién lavada en el tendedero desmontable. Tenía las ventanas abiertas de par en par por el calor. Abajo, no sabía muy bien si en el patio común del edificio o si en el jardín de los vecinos, se oían dos niños pequeños jugando. Dialogaban, como explicando por turnos las reglas de lo que después hacían entre persecuciones y carcajadas. Mi alemán sigue siendo de supervivencia pero suficiente para entender que era eso lo que sucedía. Luego sentí algo familiar, afiné el oído y me asome por la ventana. Era LaMenor que jugaba con el hijo de los vecinos.

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Como mucho de lo mismo nunca es bueno, de pronto habíamos entrado a la curva descendiente de las vacaciones. Ya ni Google ofrecía ideas para actividades con las chicas que se aburrían de los parques, de la bicicleta, de las películas, de los aparatos, del padre, de la madre, de la hermana. Estábamos en ese punto imposible de las vacaciones en el que se sale de casa con las hijas con el mismo sentido de obligación con que se saca al perro a dar una vuelta a la manzana cada noche.

-Andá vos.

-No, yo fui ayer, te toca.

O terminan las vacaciones o termina la familia.

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Y es así como acabó el verano, de manotazo, con un frente frío que puso a todo Berlín a ventilar los abrigos tres semanas antes del cambio oficial de estación (el 23 de septiembre se marca el equinoccio de otoño en el hemisferio norte).

La otra marca del fin del verano es el inicio del año escolar. El lunes 31 de agosto las chicas volvieron a clases. Tan aburridas estaban de las vacaciones que, como activadas por interruptor, incorporaron sin resistencia los horarios de acostarse y levantarse temprano. Ahí Mariajo y yo recuperamos eso que mantiene la vida cohesionada: la rutina, el día cuadriculado en la rejilla de excel. Ella a lo suyo, yo a lo mío. Pude retomar la oración que había dejado en pausa el día uno del verano.

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Termina septiembre y como en la canción de Spinetta, todas las hojas son del viento. Llueve dos días de cada tres y ya nadie opone resistencia al otoño. Las avispas cruzaron de nuevo el umbral espacio-tiempo por el que vinieron. Los shorts, las chanclas y los vestidos entraron a hibernación.

Con ocho meses recorridos, hemos visto empezar y terminar la restauración de varios edificios de nuestra calle, el avance en los trabajos de acueducto y alcantarillado en la Haupstraße (a dos cuadras de nuestra casa), los últimos meses de embarazo y posterior llegada del bebé de la vecina de atrás, el cambio de administración de un supermercado especializado en productos asiáticos. Somos del barrio.

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Puedo decir que el balance del verano queda del lado de los activos. Y puedo decir también que algo pasó en estos tres meses, algo se detonó en las chicas. Una va en bici a la “kita”, la otra va y vuelve sola de la escuela en transporte público, como es lo que hacen aquí todos los de su edad. Cuando no estamos cerca ni la madre ni yo, hablan en alemán con sus amigas. Por iniciativa propia, ya sin necesidad de que nosotros les recordemos, llaman a los abuelos en Costa Rica. Cosas así. Sé que es el curso normal de la vida, pero sé también que este periodo de autoafirmación quedará asociado para siempre con este lugar. Con las calles y parques de Berlín, con la estación Friedenau de la línea 1 del S-Bahn, con la estación de bus en Breslauer Platz, con la ruta a sus escuelas, con la casa en Wielandstraße donde tienen sus rincones preferidos, sus juegos secretos, sus gavetas personales.

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A fines de julio LaMayor cumplió 10 años. Lo celebró invitando a dos amigas al Plansche im Plänterwald, un parque que es planché con varios tipos de fuentes, duchas al aire libre, rociadores y mangueras donde niños y adultos se refrescan. Llevamos comestibles, bebestibles y candelas para cantarle. Fue una día largo que seguramente recordaremos con pasajes mentales atravesados por el agua rociada, el prisma fugaz por las gotas en suspensión. Volvimos a casa, cayó la noche y primero las chicas, luego mi esposa, entraron al mundo de los sueños. Deambulé un rato más por la casa, apagué las luces y me quedé unos minutos de pie en el balcón. Repasaba los sucesos de la tarde, pensaba en días venideros que ahora, en este momento que escribo, ya forman parte del pasado. Vi apagarse las últimas luces en el edificio al otro lado de la calle. A lo lejos oí al S1 detenerse en la estación de Friedenau para luego arrancar de nuevo rumbo al norte, hacia Frohnau. Recordé el haiku de Basho: “Aún en Kioto / si escucho el cuco / extraño Kioto”.

Mentalmente lo adapté Berlín.

Información sobre el autor

Luis Chaves (@LuisChaves), en exclusivo para CAI, a 21 de septiembre de 2015.

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