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OTTO SANDER: La Voz hace un silencio

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La pantalla en negros. Oscuridad de boca de oso. Pasan unos minutos. Luego, impresos en blanco, aparecen los créditos: del director, de los actores, del diseñador de vestuario. A lo lejos, oculta entre las sombras, suena una música que crece a pasos cortos, aletargados. Segundos después, un círculo, de esos que se utilizaban en las películas de principios del siglo XX, enmarca, en blanco y negro, a una figura reconocible. Es la Siegessäule o Columna de la Victoria, el monumento que se alza majestuoso sobre el ombligo de Berlín. Los negros se disuelven y la imagen se abre: vemos a un ángel. O no. En realidad son dos. Un ángel humano y envuelto en un abrigo largo que, apostado sobre el hombro de otro ángel, uno gigante y de latón dorado, contempla la ciudad que se tiende a sus pies.

La cámara, tímida al principio, comienza a dar vueltas cada vez más vertiginosas hasta detenerse en la figura del ángel humano. Ihr… die wir lieben, Ihr… ihr seht uns nicht, ihr hört uns nicht… (Ustedes, a quienes amamos. Ustedes, que no nos ven, que no nos escuchan), dice una voz distinta a cualquiera que hayamos oído jamás. Una voz que retumba en nuestros intestinos y en nuestros espíritus. En realidad, más que una voz es un sonido. El de los volcanes que derraman su lava en el vientre de la Tierra. El de una locomotora furiosa. El de un ángel estrellándose contra el pavimento para probar su inmortalidad…

Una secuencia así, o siquiera parecida a lo descrito, marca el inicio de ¡Tan lejos, tan cerca!, película de Wim Wenders que fue estrenada en el Festival de Cannes de 1993 (donde ganaría del Gran Premio del Jurado) y que tendría una modesta exhibición comercial en algunos cines de América Latina a lo largo de 1994.

Para algunos, se trató de la primera película alemana que vimos en nuestras vidas.

Y las primeras veces no se olvidan nunca. Menos si en ella viene envuelta una historia sobre ángeles que recorren Berlín y que luego se hacen humanos y que, por si fuera poco, escuchan los pensamientos de personajes del calibre de Lou Reed y Mijaíl Gorbachov.

Y todavía menos si, a todo momento y cual metrónomo divino, las imágenes de esta historia son revestidas por el eco de la voz de Otto Sander. O, mejor dicho: LA VOZ.

Los rastros de un actor

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Pero así como habemos una generación de cinéfilos latinoamericanos que invariablemente recordaremos a Sander por esta cinta, habrá otras a las que quizá les sea más fácil ubicarlo por su encarnación de otros personajes, todos ellos destacables. Allí se lo puede ver, por ejemplo, enfundado en el rol de un trompetista borracho en El tambor de hojalata, película de 1979 que se basó en la obra homónima de Gunter Grass y que ganó el Oscar por Mejor Película Extranjera en 1977. O en Das Boot: El submarino, el mítico filme de Wolfgang Petersen que en su momento fue clasificada como la producción cinematográfica germana más cara de la historia.

Ello por no hablar de El cielo sobre Berlín (en México, Las alas del deseo), primera parte de ¡Tan lejos, tan cerca! y para muchos la obra maestra de Wim Wenders. Si bien en ella el rol cantante es llevado por el suizo Bruno Ganz –amigo y colega suyo desde los setenta, cuando ambos formaban parte del Ensamble de la Schaubühne- Sander y su interpretación del ángel Cassiel transmiten una melancolía contagiante, capaz de permanecer por semanas en la memoria del espectador.

En sí, todas las películas de Sander, comerciales o de culto; de alto o bajo presupuesto; con un papel principal o secundario, componen un testimonio fehaciente de que no se trataba de un actor convencional ni mucho menos olvidable. Su figura no pasaba por desapercibido ni siquiera cuando se incorporaba a proyectos más modestos o localistas, como sucedía con sus esporádicas apariciones en programa televisivos como Polizeiruf 110. Tal cosa quizá pueda quedar un poco lejos para los que no somos alemanes, y quizá no estemos tan familiarizados con el respeto o la veneración que se le prodigaba en regiones germanas. Basta, sin embargo, con navegar por unos momentos por Internet, para corroborar el impacto que su muerte el pasado 12 de septiembre provocó mediáticamente y que no hace sino evidenciar el enorme cariño que la gente le guardaba. Quizá especialmente en Berlín, ciudad que, en palabras de su alcalde, Klaus Wowereit, ha “perdido a una de sus figuras artísticas más grandes y cuya voz será inolvidable”.

El trayecto

Precisamente “La Voz” es el sobrenombre con el que Sander es conocido urbi et orbi. Valga entonces decir que su primer chillido fue dado en el poblado de Peine, en la Baja Sajonia, el 30 de junio de 1941. Su padre era un oficial de la marina y él mismo, años después, haría su servicio militar en la Bundesmarine (Cuerpo Alemán de Marina), lo que explica el desaforado amor que tenía por el mar, quizá tan grande como el que manifestó siempre hacia la actuación. En este sentido no lo tuvo fácil, pues parece que dicha vocación no era del todo del agrado de su padre. Tal vez por ello Sander inició estudios de Germanística, Historia del Arte, Filosofía y otras disciplinas hasta que finalmente en 1967 decide abandonar la Universidad y cambiar su residencia a Munich con la intención de estudiar arte dramático.

Algo especial habrá transmitido aquel pelirrojo escuálido de voz de trueno que no dejaba a nadie indiferente. Solo así se explica el que pronto formase parte del mítico Ensamble de la Schaubühne de Berlín, famoso por el montaje de obras de teatro controvertidas o innovadoras y en las que no faltaban posturas contestatarias, y en el que permaneció de 1970 a 1979.

Fue durante esta época que la pieza de Thomas Bernhard, El ignorante y el demente, se puso en escena por ocasión primera en la ciudad de Salzburgo, con Sander como parte del elenco. De acuerdo a lo dicho en una de sus últimas entrevistas, algunos años después Sander coincidiría con el escritor austríaco, con quien terminaría dando un paseo y manteniendo una de esas conversaciones armadas, sobre todo, por silencios.

En realidad, quizá haya sido el teatro y no el cine su hábitat natural. Fue allí en los escenarios donde Sander parecía moverse cual pez en el agua, sin que hubiese un rol escrito por Samuel Beckett, Hugo von Hofmannsthal o del propio Bernhard lo suficientemente complejo para él. De allí, pues, esa aparente facilidad con la que se aproximaba a sus personajes, por un lado, y por el otro la pasión desmedida con la que los construía y que Wim Wenders evidenciaría con una frase: “El Otto de hoy no es el Otto de ayer, y el Otto de mañana será nuevamente distinto”.

Paralelamente a todo esto, Sander se percató de la admiración que sus cuerdas vocales generaba entre los otros. Poco a poco sus tonos de barítono se hicieron inconfundibles, al punto de que quizá sea posible encontrar a algún alemán que no lo haya visto o que no podría identificarlo a través de una fotografía, pero es seguro que lo ha escuchado al menos una vez en su vida. Cavernosa, fina pero, por encima de ello, expresiva, su voz ha revestido incontables documentales y ha protagonizado audiolibros de todo tipo, con lecturas que van de poemas de Charles Bukowski a ensayos de Michel de Montaigne. No conforme con ello, se le puede encontrar también en los doblajes de actores como Dustin Hoffman o Ian Mckellen para versiones de sus películas en idioma alemán, así como en la narración de la versión en este idioma de El Perfume, historia de un asesino, la escalofriante película de Tom Tykwer.

Un adiós

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Es sabido que desde 2007 Sander luchaba contra un cáncer de esófago, lo que hace bastante probable que algo relacionado con este mal fuera la causa de su deceso. Le sobreviven su esposa, la actriz Monika Hansen, con quien se casó en 1971 y Ben y Meret Becker, hijos de Hansen a los que Sander adoptó como suyos desde que eran pequeños. Ellos son asimismo actores, así que nadie duda que será a través de su oficio como mejor honrarán la memoria de su padre.

De quererlo así, el resto de mortales también podemos honrar a Otto Sander. Hagámoslo al revisar de nuevo aquellas secuencias cinematográficas que su elegante presencia llenaba a plenitud. Es cosa segura que nos quedarán ganas de mirarlo más, de indagar hasta dónde llegaba la capacidad de su talento actoral. El único problema que tendremos con ello es que al observarlo también lo escucharemos y, bueno, ya se ha dicho, la voz de Otto Sander puede generar una adicción irracional, así que habrá que aceptar las consecuencias que tal ejercicio contraerá.

Y que quien aún tenga dudas de ello busque en su navegador el poema de Georg Weerth, Das ist das Haus, leído por Sander… la piel se eriza y el alma se constriñe, como si de repente hubiésemos caído en cuenta de cuenta de que, en efecto, y contrario a lo que pensábamos, los ángeles existen.

Aquí el link: http://www.youtube.com/watch?v=rfgBJ9GGges

Carlos Jesús González, en exclusiva para CAI, a 30 de septiembre 2013.

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