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Alemanes que hacen historia/Gerhard Richter: El más grande pintor vivo

Artículo

Carlos Jesús González - En octubre de 2012 Gerhard Richter (9 de febrero de 1932, Dresde) se convirtió en el pintor vivo más cotizado sobre la faz de la Tierra. En esa fecha, uno de sus cuadros titulado Pintura abstracta (Abstraktes Bild) se adquirió por 34 millones de dólares. Curiosidades aparte, la parte vendedora estaba representada por el guitarrista Eric Clapton, quien en su momento pagó por la pieza un precio diez veces menor.

Neuen Nationalgalerie 2012
Neuen Nationalgalerie 2012 © colourbox

La cosa, sin embargo, no ha parado allí, dado que año con año el valor de la obra de Richter aumenta de forma exponencial. Una prueba de ello fue la venta de otro abstracto suyo en febrero de 2015 por casi 43 millones de dólares. Por antonomasia alérgico a los reflectores y humilde dentro de su grandeza, el más escandalizado por estos precios es, bueno, el propio autor, quien ha calificado a estas sumas de “desesperanzadoramente excesivas” y asegura que el verdadero valor de sus piezas naufragará cuando el mercado consiga “corregirse”. En resumen, y aun sobrado de dinero, Richter jamás desembolsaría lo que hoy día se pide por un Richter.

Pagaría, quizá, por otras cosas, cuestiones que se asoman por las orillas de lo que podríamos llamar “el cuadro de su vida”. Tal vez soltaría los euros que fuesen por la oportunidad de volver a ver a sus padres –se exilió de la República Democrática Alemana en 1961 y no volvió a ella sino hasta 1987, cuando ambos ya habían fallecido- o por tener una cita en exclusiva con su admirado Pablo Picasso. Aunque siendo francos, lo más seguro es que Richter ya haya asimilado sin problemas todos los hechos dolorosos o los deseos que ha tenido a lo largo de su existencia y no se preocupe por otra cosa que seguir viviendo. No por el mero hecho de respirar, sino porque seguir viviendo equivaldría a poder seguir pintando.

Artista inaprensible


El corte de pelo es impecable, al igual que las camisas que porta cada día que llega al estudio. Para él no hay batas ni mandiles con tonalidades encostradas. No los necesita. No le gustan. Si acaso, se pone guantes, como si temiese que una gota traviesa pudiera mancharle no el suéter Armani sino la muñeca desnuda. Pinta solo. Sin música. Sin más ruido que el de su cabeza, un ruido que, uno intuye, posee decibeles tan insonoros como excesivos. Y es así como se enfrenta a los lienzos en blanco. De dos en dos. Primero el de la izquierda y luego el de la derecha. ¿Por qué allí rojo y allá amarillo?, ¿qué lo mueve a dar pinceladas gruesas en esa esquina?, ¿por qué da la impresión de que a veces lo que quiere es tapar colores en vez de colocarlos? Richter sigue la voz, o el instinto –que para el caso son la misma cosa- y trabaja las telas. Y las observa. Los ojos claros como ópalos, la mano que acaricia la barba a medio crecer. Y las observa de nuevo. Y decide que no hará nada más hasta el día siguiente

Lo anteriormente descrito pertenece a un fragmento de la película Gerhard Richter –Painting (2011), lograda descripción de la rutina laboral y creativa de Richter y tal vez también el último testimonio de la misma, al menos en el formato cinematográfico, pues el artista alemán es reacio a hablar frente a la cámara sobre la relación que mantiene con su pintura. Incómodo –“pintar mientras soy observado es peor que tener que ir al hospital”- sólo parece soltarse cuando la idea es lo suficientemente fuerte como para anular todo lo que hay alrededor suyo. Y es entonces cuando por fin vemos en acción al genio incombustible que ha dado al mundo una colección de más de 2,500 piezas y un mercado del arte que, muy a pesar suyo, lucra sin escrúpulos con su firma.

Por demás, la reticencia a exponerse observada en Richter no es lo suficientemente estricta como para que no revele en el filme aspectos interesantes de su pensamiento. A través de sus reflexiones, nos damos cuenta de lo importante que ha sido la fotografía en su trabajo –“la fotografía fue una intervención masiva a nuestro subconsciente, antes de ella todo era desconocido”- y conocemos algunos aspectos del pasado que tuvieron peso en su propia vocación artística, como el hecho de que su madre buscase junto con él una profesión que se acomodara a sus habilidades –doctor, técnico dentista y aprendiz en un taller de grabado fueron algunas de las opciones barajadas- hasta que decidió entregarse por completo a los pinceles.

Otro aspecto interesante no es aportado por él sino por las imágenes: un paneo por alguna de sus piezas más emblemáticas nos da una noción clara de que uno de los fuertes de Gerhard Richter consiste en evitar que su talento se haya casado con un estilo específico. Algunos teóricos ubican tres etapas en su desarrollo: figurativo, constructivista y abstracto, aunque lo más justo sería concluir que lo suyo ha sido la reinvención constante y no en pocos casos provocadora. Ciertamente, cuesta trabajo considerar que la persona a la que se le han adjudicado varias series de lienzos monocromáticos en gris sea la misma que diseñó un coloridísimo vitral para la famosa Catedral de Colonia –la ciudad en la que vive desde 1983- y, además, que a su vez se trate del mismo individuo que hoy día imprime lienzos donde dominan las tonalidades básicas en formas caprichosas.

Eso si no hablamos de sus cuadros figurativos, protagonizados por rostros y cuerpos llevados al hiperrealismo, separados de la pureza solamente por barridos que evocan fotografías movidas, imperfectas. De hecho fue gracias a su proyecto Oktober 18. 1977, de 1989, que Richter es reconocido por vez primera en Estados Unidos como un artista al que había que seguirle los pasos. Impactante y descarnada, pero a la vez dotada de una sutileza exquisita, la paleta del germano reprodujo al óleo las fotografías de los terroristas de la RAF (Fracción del Ejército Rojo) más reconocibles entre la opinión pública. Algunos aún en vida, otros vueltos cadáver, todos ellos merecieron el mismo trato cuidadoso del pincel.

El hecho de que el favor internacional le haya llegado tan tarde –su primera exposición individual en Alemania data de 1962- no parece haber hecho mella en la posición de Richter frente a su arte. Para él no es demasiado trascendente el ser llamado el Picasso del siglo XXI o que el Museo de Arte Moderno de Nueva York le haya dedicado una impresionante exposición individual en 2002. Para él lo importante es, como tantas veces ha dicho, el “desaparecer detrás de sus cuadros”, lo que en pocas palabras significa el que el resto del mundo lo deje en paz y entienda de una vez por todas que no tiene ninguna intención de compartir aquello que ocurre dentro de su cabeza, su alma o como quiera uno llamarlo en cada ocasión que concibe una idea.

Lo más evidente, después de todo, está salpicado de obviedad. No hay necesidad de ser excesivamente empático para saber que el hombre al que sigue la cámara en la mencionada Painting es un animal del arte. Si no pinta, Richter no es nada. La arrogancia o el cinismo que podrían atribuírsele no son sino la fachada de alguien que se pone nervioso si han pasado demasiadas horas sin dar un brochazo. Quizá lo suyo no sean las relaciones humanas –lleva tres matrimonios- o la expresión de sentimientos –cuando habla de su madre lo hace con una frialdad que asusta- pero en él se combinan una devoción absoluta, obsesiva por el trabajo y un virtuosismo a prueba de balas, y es a eso lo que da sentido a su existencia y lo que, a la larga, también ha acabado por convertirlo en el pintor vivo más importante de Alemania.

El legado

Quizá Richter tenga razón y algún día futuro los mercados del arte, tan especulativos y amorales como cualquiera que se mueva en Wall Street, se ajustarán y no tendrá más el titulo del artista con vida más rentable. Y quizá entonces alguien como Damien Hirst termine ocupando su sitio. El colmo vendrá después cuando Richter, inevitablemente y como todos, muera y sus abstractos empiecen a rebasar la marca de los cien millones de dólares, lo que provocará que el pintor se revuelque de risa en su tumba hasta que sus mullidas y agusanadas costillas comiencen a crujir.

El sarcasmo, esa cosa tan suya, funciona porque después de todo lo seguro es que Richter será recordado por cosas que nada tiene que ver con billetes verdes. Se lo recordará por entregar todo su físico –literalmente- en los lienzos; por el absoluto dominio de la técnica; por adoptar incontables “ismos” creativos para luego desecharlos; por resucitar la figura del pintor con la seriedad que merece y que se había desvirtuado a mediados del siglo XX. Se lo recordará también por haber permitido que uno de sus cuadros funja como portada de uno de los mejores discos de Sonic Youth (Daydream Nation) y por inspirar uno de los mejores cuentos del escritor Don de DeLillo (Baader-Meinhof) y por darle al color gris mayores posibilidades que vestir a las ratas de alcantarilla y a las nubes cargadas de lluvia.

“No”, responde el artista cuando Corinna Belz, directora de Painting, le pregunta si no le fue difícil trabajar el tema de los terroristas de la RAF, revivir esas fotografías de ahorcados y cabezas tendidas sobre charcos de sangre. Luego se encoge de hombros y piensa un poco antes de responder: “era mi trabajo”. Hombre visceral pero a la vez pragmático, y el primer convencido de que él mismo es su juez más severo, Gerhard Richter es el mejor ejemplo de que la inspiración más certera es la que llega mientras se labora. “Trabajo en una obra hasta que tengo noción de que ya no tiene errores, entonces me detengo”, dice, como si su oficio pictórico no fuese el de crear sino el de corregir, dar un orden a lo que sin su ingenio estaría condenado a vagar de manera descontrolada por el mundo.

Eso. Como si la principal responsabilidad del artista fuese darle un orden a las cosas.





https://www.gerhard-richter.com/de/

Carlos Jesús González (@CjChuy), en exclusiva para el CAI, reposición 2017.

***Carlos Jesús González. Periodista y escritor mexicano. Vive en Berlín desde 2006, donde labora como corresponsal de CAI y como colaborador free-lance de diferentes medios mexicanos y alemanes. Tiene un especial interés por los temas culturales y políticos. Es amante absoluto del cine, la literatura y la agitada vida berlinesa.

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